lunes, 6 de octubre de 2014

Ruidos en silencio

El silencio de las paredes vecinas vaticina el fin del día. Frente al estante repleto de libros busca uno para llevarlo con él a la cama. El hombre que duerme solo jamás va sin compañía a su destino. Busca a un aliado invariablemente.

Pese a los años andados, este silencio es nuevo. Provoca en el engranaje de su mente ruidos aislados que le recuerdan todo: Las voces intermitentes y jóvenes de los estudiantes; la chillona mueca de disgusto del anciano desconocido y hallado a cada rato; el insolente murmullo de los otros vueltos nada por su indiferencia no lograda, pues pese a ella los escucha y casi los siente junto a él; el nítido resuello del hijo ausente que se esparce cual gendarme entre los otros ruidos y sonidos. Es el hombre quien escucha allá en el silencio, mas éste hace nada por oírlo. Le es indiferente. Le importa poco. El silencio desde ahora es la almendra y la cereza, el aderezo agrio, ingrediente básico de las noches luego del trabajo.

La casa, pues, adquiere ese tono cementeril. Suena el viento y los bichos; hacen ruidos los trastes y las moscas; es posible ubicar voces sin dueño y los recuerdos sin futuro; hay una peste indescifrable de murmullos que de entre las cosas sin actividad se genera; cae una bolsa, suena una llave semicerrada, arriba las ventanas se desplazan sin abrirse. Es el tiempo de lo extraño hecho familia luego de unos minutos de convivencia indiferente. Ya no hay miedo. Ya no extrañeza. Ya no.

Estas notas, halladas en medio de la tenebrosa luz despedida del foco del baño abierto y húmedo —vagina amoral que lo contiene y sostiene, que lo deja entrar y luego expulsa— son las del silencio. En el estado de inconsciencia voluntaria, el hombre que duerme solo ha confundido la vigilia y el sueño. Escucha o sueña que escucha. Hace realmente o sueña que produce ruidos. Los ecos que descansan en los resquicios de la casa nada diferentes son de los huecos sin cabello de su mente. Es él y el silencio. Éste y aquél: desvinculados por pertenecerse. La vorágine surrealista se refleja en la cama: deshecha apenas inicia la noche, sin siquiera dormir, sin siquiera saberlo, sin desearlo.

Grita entonces. Alza voces. Sacude las cosas y sopla el polvo. Pierde la sensatez. Quiere hacer su voluntad. No depender ahora de lo que le rodea. Pasa la furia y viene el llanto. Son esos ruidos, se dice casi en silencio, las sombras de los días pasados. De la felicidad.






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