jueves, 9 de octubre de 2014

El mundo es de los troncos

Llega por fin la noche.
Hace dos días, muy de madrugada, justo al salir de casa, notaste que la nochebuena había sido derribada por el vendaval nocturno. El ambiente en el jardín era definitivamente mortuorio. Recostada sobre una de sus ramas más gruesas y copeteada de flores, yacía con los últimos alientos bañados de alborada la miserable nochebuena. Nadie sabe por lo que pasó mientras a capa y espada el viento y la lluvia azotaban el zaguán frágil de su cuerpo; tocaron con insistencia, hasta derribarlo. Delante tuyo, aún tibia, parece conservar la sonrisa del día anterior, la de la foto tomada sin siquiera predecir, ni de broma, el futuro, la del domingo. Es la misma y no. Está y no. La tienes y no. La escena se agudiza por el subido tono rojo de los pétalos; por el contraste natural de la luz artificial y su cuerpo inerte. 

Extrañado, la muerte no es para ti más que la extraña de siempre que nunca deja de serlo, la rodeas en silencio. Pretendes saber si aún puede decir algo, si aún hay algo qué hacer, si se puede lo que sea. Pero la oscuridad que la cubre no es menor a tu miedo que todo te imposibilita. Miras e inspeccionas. Reconoces el olor a muerto y el del miedo. Éste es el tuyo. Recuerdas otros cuerpos, otras muertes, tu cuerpo, tu casi muerte. Fuiste —¿hace cuánto?— nochebuenahumano, la camilla tu piso de concreto y tus extremidades inútiles los pétalos coloridos muertos ya. Ahí has estado. Sabes lo que es. Nadie puede contarte, te dices mientras quieres recobrarte, recogerte del espacio sin tiempo al que has caído bañado de recuerdos. Ése pudiste ser.
Es curioso que la muerte trágica de algo casi ajeno te vuelva al segundo punto de tu inicio. Tu punto. El abandono y la tragedia se acompañan para rematar a un ser indefenso cuyo error ha sido existir en el sitio menos iluminado de fortuna. Hay una sensación de rencor en la escena que presencias. El limón, dotado de madurez de tallo a frutos, está quieto, de pie, bonachón, fresco. Vivo. Ha perdido ciertos elementos, pero nada con lo que no pueda. A su edad, las tormentas y los vientos y los climas secos son ya parte del anecdotario. Es viejo, vivido, jorobado y despreocupado por lo hecho o lo olvidado, lo pendiente dejado y perdido. Él gobierna. ¿Pero la nochebuena...? Su tallo esbelto y su altura adolescente en nada le sirvieron: todo lo contrario. ¿Pero y tú?

No hay reglas que dicten la forma más justa de padecer. Lo bello cae y lo demás sobra. El sufrimiento carece hasta de un instructivo que le diga dónde o cuándo o con quién manifestarse. Aparece y se está; no se aburre gracias a que es buen cazador y actúa en el momento exacto. Si fueras más objetivo, seguro aplaudirías su teatralización y admirarías su desvelo, lo limpio de su trabajo. No hay, concluyes, aún en cuclillas frente a lo que calificas de desgracia injusta, motivos para un desastre así. El limón ha picado con sus espinas e invadido el jardín; sus altas ramas ensombrecen en las tardes de invierno; su aroma impregna a otras flores y es corrosivo, invasor, conquistador. ¿Pero la nochebuena...? Su quietud y esperanza te contagiaban tan sólo de mirarla, te alegraban, te sentías vivo y lleno de color. ¿Pero y tú?

De pie, en posición de alabanza mítica, dices adiós. Nada puedes hacer. El mundo es de los troncos que han sabido resistir tempestades y aguijonazos del cielo. Ese limón orgulloso, por ejemplo. ¿Y la nochebuena? ¿Y tú?









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