El fin de semana es de lecturas descontroladas. A las 8 am del sábado el ruido inconfundible del periódico al caer en el centro del patio te sorprende casi despierto del todo. Puedes imaginar el trayecto: de norte a sur, el motoconductor avanza con determinación. Los años de entregas al mismo domicilio le aseguran la certeza y el tino: sin detener su marcha, con la fuerza propulsora que trae consigo, envuelto en esa ráfaga fría que le rodea desde que muy temprano sale de su base, con unas ganas raras de cumplir con su misión arroja de derecha a izquierda por encima del inmenso zaguán —tal y como se le indicó— la bolsa de plástico transparente que contiene el diario extranjero e internacional. Cae. El ruido hace eco debajo de los autos estacionados; penetra las puertas y ventanas dejando su onda expansiva en determinados objetos que bailan levemente; sube por los escalones dispares sin tropezar, es liviano su paso y silencioso su recorrido (gran contradicción); empuja con sigilo la puerta, tu puerta, llega a ti y se abraza como el hijo ido y vuelto luego de la larga ausencia involuntaria. Soy yo, dice. Sientes sus pies fríos, su aliento de centavo, la mano huesuda que descansa en tu hombro descubierto, la mirada inquisidora.
Es de mañana te dices. Y la primera preocupación será si podrás leer de corrido. Si habrá interrupciones de nuevo. Si la tecnología será de nuevo el Judas que vive junto a ti. La primera impresión de la mañana es que el día es corto, lleno de todo lo que no te interesa; ausente de espacios y de porvenires; copia de la copia: lugar sin paraíso. Desde hace mucho que las lecturas de fin de semana son la odisea más compleja que tienes que sortear. Puedes leer demasiado o padecer inanición, sequía, deshidratación. Es complejo y fácil (esas dualidades que matan). La mañana ha avanzado y decides ir a buscar algo que leer: revista, libro, diario, dispositivo portátil, copias, exámenes, la lista puede incluir instructivos y reversos de artículos de baño. Lo que sea con tal de contrarrestar la imagen nocturna de anoche. No quieres pensar en ella.
Dice el diario que los hombres han acabado con los hombres. Que la muerte es un dato más en medio de los datos: no tiene importancia. Que la humanidad y su raciocinio lo han invadido todo: la naturaleza, el espacio, lo abstracto, la irrealidad. ¿Lo dice el diario o el libro ése, el importado? ¿También es ahí donde se habla de Jünger?: "El mundo nihilista es en su esencia un mundo que se reduce cada vez más, lo que necesariamente coincide con el movimiento hacia el punto cero". El hombre en su reducción. Quizá lo leíste en la revista, entre los anuncios de moda y de estilo; entre los artículos de psicología práctica: "El comportamiento perfeccionista, cualidad muchas veces vanagloriada en las entrevistas de trabajo, es el resultado de una perfección no vista en uno mismo; uno no se acepta como es y va por el mundo pregonando el deber ser". Pinches perfeccionistas. Unas cuantas vueltas por el cuarto de lectura y ya has cogido otra cosa. Se trata de no estar con nadie. Mucho menos contigo. ¿Por qué has soñado eso? ¿De dónde su imagen de fragilidad? ¿Esa sensación?
Por la noche nada es diferente. Sólo deseas que mañana el día avancé sin contratiempos, si visitas, sin ruidos del pasado. Buscarás, lo sabes, en la lectura siguiente algo que te mueva, que te cimbre de verdad. Mucho has viajado entre libros y mentes ajenas como para que te seduzca la primera gran supuesta impresión. La creación de novatos y los intentos seniles nada pueden contra ti. El domingo leerás desde las 7. El diario llega más temprano por alguna extra razón. No habrá ritual. Te encontrará de pie, en silencio profano, pensando en la visión ésa: la frágil mujer a la que en sueños proteges de extraños —¿vecinos acaso?—, quienes tratan de romper su castillo de metal, penetrar a su vida, poseerla. Romper sus gafas. La verás entonces: es ella: es su cabello, son sus formas, es su mano diestra. ¿Pero quién es? ¿Existe, te preguntarás de nuevo? Y esta vez no querrás huir entre lecturas de fin de semana. En ese mismo entre sueño buscarás la respuesta, un rostro, un nombre, algo que te diga dónde o por qué inició todo. Ya no querrás misterios ni símbolos ni interpretaciones psicoanalíticas: no es tu madre, no es tu casera, no es tu jefa, no es mujer conocida, no. No te bastará con leer y tener por ello la latente esperanza de hallarla impresa: chica de reportaje, mujer de anuncio, señora de profesión singular, estudiante imperfecta por inocente que ha ganado el premio de creación... Avanzarás al vacío sin notar que la mañana de sol deslumbrante te cobija. Ve por tu respuesta.
lunes, 13 de octubre de 2014
jueves, 9 de octubre de 2014
El mundo es de los troncos
Llega por fin la noche.
Hace dos días, muy de madrugada, justo al salir de casa, notaste que la nochebuena había sido derribada por el vendaval nocturno. El ambiente en el jardín era definitivamente mortuorio. Recostada sobre una de sus ramas más gruesas y copeteada de flores, yacía con los últimos alientos bañados de alborada la miserable nochebuena. Nadie sabe por lo que pasó mientras a capa y espada el viento y la lluvia azotaban el zaguán frágil de su cuerpo; tocaron con insistencia, hasta derribarlo. Delante tuyo, aún tibia, parece conservar la sonrisa del día anterior, la de la foto tomada sin siquiera predecir, ni de broma, el futuro, la del domingo. Es la misma y no. Está y no. La tienes y no. La escena se agudiza por el subido tono rojo de los pétalos; por el contraste natural de la luz artificial y su cuerpo inerte.
Extrañado, la muerte no es para ti más que la extraña de siempre que nunca deja de serlo, la rodeas en silencio. Pretendes saber si aún puede decir algo, si aún hay algo qué hacer, si se puede lo que sea. Pero la oscuridad que la cubre no es menor a tu miedo que todo te imposibilita. Miras e inspeccionas. Reconoces el olor a muerto y el del miedo. Éste es el tuyo. Recuerdas otros cuerpos, otras muertes, tu cuerpo, tu casi muerte. Fuiste —¿hace cuánto?— nochebuenahumano, la camilla tu piso de concreto y tus extremidades inútiles los pétalos coloridos muertos ya. Ahí has estado. Sabes lo que es. Nadie puede contarte, te dices mientras quieres recobrarte, recogerte del espacio sin tiempo al que has caído bañado de recuerdos. Ése pudiste ser.
Es curioso que la muerte trágica de algo casi ajeno te vuelva al segundo punto de tu inicio. Tu punto. El abandono y la tragedia se acompañan para rematar a un ser indefenso cuyo error ha sido existir en el sitio menos iluminado de fortuna. Hay una sensación de rencor en la escena que presencias. El limón, dotado de madurez de tallo a frutos, está quieto, de pie, bonachón, fresco. Vivo. Ha perdido ciertos elementos, pero nada con lo que no pueda. A su edad, las tormentas y los vientos y los climas secos son ya parte del anecdotario. Es viejo, vivido, jorobado y despreocupado por lo hecho o lo olvidado, lo pendiente dejado y perdido. Él gobierna. ¿Pero la nochebuena...? Su tallo esbelto y su altura adolescente en nada le sirvieron: todo lo contrario. ¿Pero y tú?
No hay reglas que dicten la forma más justa de padecer. Lo bello cae y lo demás sobra. El sufrimiento carece hasta de un instructivo que le diga dónde o cuándo o con quién manifestarse. Aparece y se está; no se aburre gracias a que es buen cazador y actúa en el momento exacto. Si fueras más objetivo, seguro aplaudirías su teatralización y admirarías su desvelo, lo limpio de su trabajo. No hay, concluyes, aún en cuclillas frente a lo que calificas de desgracia injusta, motivos para un desastre así. El limón ha picado con sus espinas e invadido el jardín; sus altas ramas ensombrecen en las tardes de invierno; su aroma impregna a otras flores y es corrosivo, invasor, conquistador. ¿Pero la nochebuena...? Su quietud y esperanza te contagiaban tan sólo de mirarla, te alegraban, te sentías vivo y lleno de color. ¿Pero y tú?
De pie, en posición de alabanza mítica, dices adiós. Nada puedes hacer. El mundo es de los troncos que han sabido resistir tempestades y aguijonazos del cielo. Ese limón orgulloso, por ejemplo. ¿Y la nochebuena? ¿Y tú?
Extrañado, la muerte no es para ti más que la extraña de siempre que nunca deja de serlo, la rodeas en silencio. Pretendes saber si aún puede decir algo, si aún hay algo qué hacer, si se puede lo que sea. Pero la oscuridad que la cubre no es menor a tu miedo que todo te imposibilita. Miras e inspeccionas. Reconoces el olor a muerto y el del miedo. Éste es el tuyo. Recuerdas otros cuerpos, otras muertes, tu cuerpo, tu casi muerte. Fuiste —¿hace cuánto?— nochebuenahumano, la camilla tu piso de concreto y tus extremidades inútiles los pétalos coloridos muertos ya. Ahí has estado. Sabes lo que es. Nadie puede contarte, te dices mientras quieres recobrarte, recogerte del espacio sin tiempo al que has caído bañado de recuerdos. Ése pudiste ser.
Es curioso que la muerte trágica de algo casi ajeno te vuelva al segundo punto de tu inicio. Tu punto. El abandono y la tragedia se acompañan para rematar a un ser indefenso cuyo error ha sido existir en el sitio menos iluminado de fortuna. Hay una sensación de rencor en la escena que presencias. El limón, dotado de madurez de tallo a frutos, está quieto, de pie, bonachón, fresco. Vivo. Ha perdido ciertos elementos, pero nada con lo que no pueda. A su edad, las tormentas y los vientos y los climas secos son ya parte del anecdotario. Es viejo, vivido, jorobado y despreocupado por lo hecho o lo olvidado, lo pendiente dejado y perdido. Él gobierna. ¿Pero la nochebuena...? Su tallo esbelto y su altura adolescente en nada le sirvieron: todo lo contrario. ¿Pero y tú?
No hay reglas que dicten la forma más justa de padecer. Lo bello cae y lo demás sobra. El sufrimiento carece hasta de un instructivo que le diga dónde o cuándo o con quién manifestarse. Aparece y se está; no se aburre gracias a que es buen cazador y actúa en el momento exacto. Si fueras más objetivo, seguro aplaudirías su teatralización y admirarías su desvelo, lo limpio de su trabajo. No hay, concluyes, aún en cuclillas frente a lo que calificas de desgracia injusta, motivos para un desastre así. El limón ha picado con sus espinas e invadido el jardín; sus altas ramas ensombrecen en las tardes de invierno; su aroma impregna a otras flores y es corrosivo, invasor, conquistador. ¿Pero la nochebuena...? Su quietud y esperanza te contagiaban tan sólo de mirarla, te alegraban, te sentías vivo y lleno de color. ¿Pero y tú?
De pie, en posición de alabanza mítica, dices adiós. Nada puedes hacer. El mundo es de los troncos que han sabido resistir tempestades y aguijonazos del cielo. Ese limón orgulloso, por ejemplo. ¿Y la nochebuena? ¿Y tú?
miércoles, 8 de octubre de 2014
Ventajas
Tiene, sin importar lo que digas, sus ventajas. A todas luces habías olvidado el parloteo de tus propias ideas; el de tus sentimientos depresivos de los atardeceres entre seis y siete de la noche. Los días eran una inyección apócrifa de felicidad disimulada. Al final, perecías como siempre. En honor a la verdad, no está del todo errado pasar un poco de tiempo contigo mismo. Respirar tu aire y originar tu propio espacio: el hueco más extraño te recibe sin aviso mientras lees a contrapelo y sin orden. Eres a ratos el ave enjaulada que afila el pico con natural indiferencia por el mundo. Que se chinguen. Agua, semillas y la opacidad irremediable de tu propia sombra. A donde va la sigues; de donde vienes ha surgido; si te detienes baja sobre ti para hacer de polo magnético. Te equilibra. Eres, ahora lo sabes, pájaro nocturno que en las olas del repaso del día sucedido te enojas de la nada para decir basta, aquí me bajo. Sigue sin mí por hoy.
Aceptas pasar la noche solo contigo. Tú nomás. No hay voces ni ruidos ni sonidillos extraños que ahora notas justo por su ausencia. Es el tiempo para ti. Y aunque no sabes siquiera cómo administrarlo, eres consciente de que la extrañeza es la antesala a la cotidianidad. Eres tu propio ocio. El disfrute de tus ratos entre sábanas blandas recién puestas. En otras palabras: Eres tu peor desconocido. Vivir tu espacio y ser tu tiempo aún es ajeno y casi un melodrama. Mírate temeroso de espejos y de reflejos; ausente entre los pasos cortos entre tu cama el baño; indiferente a tu necesidad básica de saciar el sueño natural de tu cuerpo adolorido.
Si algo temes, es pasar el tiempo contigo mismo. Lo que realmente ignoras es hacer el tiempo contigo mismo. Eres tu enemigo en casa. El peor de los consejos. Arma mortal. Bastión de suicidas. Destructivo.
Tiene sus ventajas: Sin importar lo que digas.
Aceptas pasar la noche solo contigo. Tú nomás. No hay voces ni ruidos ni sonidillos extraños que ahora notas justo por su ausencia. Es el tiempo para ti. Y aunque no sabes siquiera cómo administrarlo, eres consciente de que la extrañeza es la antesala a la cotidianidad. Eres tu propio ocio. El disfrute de tus ratos entre sábanas blandas recién puestas. En otras palabras: Eres tu peor desconocido. Vivir tu espacio y ser tu tiempo aún es ajeno y casi un melodrama. Mírate temeroso de espejos y de reflejos; ausente entre los pasos cortos entre tu cama el baño; indiferente a tu necesidad básica de saciar el sueño natural de tu cuerpo adolorido.
Si algo temes, es pasar el tiempo contigo mismo. Lo que realmente ignoras es hacer el tiempo contigo mismo. Eres tu enemigo en casa. El peor de los consejos. Arma mortal. Bastión de suicidas. Destructivo.
Tiene sus ventajas: Sin importar lo que digas.
martes, 7 de octubre de 2014
Corazón sin compañía
El impulso te lleva a compartir. No buscas, pero en el fondo, entre las voces que escuchas de camino, deseas encontrar. La noche fue mala. La madrugada agotadora entre el ir y venir de tu cuerpo doblado de tiempo. Lo han encorvado los pensamientos no compartidos, no hablados, no dichos, no expulsados. Ésos que cargas desde quién sabe cuándo. Cuerpo quebrado sin edad. Entre las mismas voces, ésas que te rodean sin ver, arañas la sensación de compañía. Te sientes aliviado.
Cuentas, cuentas, cuentas. Hablas, hablas. Rememoras hasta la última gota posible de tus horas pasadas inmediatas. La luz entra a tu cuerpo. Hay entonces una ligera sensación de alegría. La contradicción es evidente: crees hallar a otros que duermen solos como tú y que como tú han despertado el malestar interior que pocos ven: especie de existencia alterna a la que prevalece durante el día. Y te preocupas, también. Ahora pueden sonar a palabras de aliento. Tienes desdén por los que como tú han hallado, aunque falsamente. No es tu caso: no querías empatía ni semejanzas, no compasión ni analogías; no deseas un te entiendo ni un me pongo en tus zapatos y piso caca, la arrastro. Mucho menos el yo sé de que hablas, también a mi me pasó, si te contara..., mejor no preguntes, es lo común a esta edad, no eres el único, bienvenido al club, perdedor.
No tienes eso, te dices, sino compañía. Un grito penetrante que revienta contigo sin saber por qué. Posees una especie de pólvora humana cuyo detonador es tu índice que salpica su lamento. Hay por fin, luego de esas horas de muerte solo entre las sábanas sin temperatura de la cama donde duermes un alguien, una alguna, un depositario de tu bocanada de realidad imposible de creer. La zozobra se quiebra y en un aliento altivo de valentía compartes el mundo interno que celosamente habías guardado. Eres otro. Vas y no te quedas; vienes y no estás quieto; eres de nuevo el dominador. Señor de la situación que ahora tú rodeas.
Una boca más ancha y más ágil, menos sola, más visceral, levemente más corrosiva e impulsiva te detiene. Pisa de tajo la idiotez a todas luces de tu mediocre noche en vigilia. No hagas pancho. Dramático. Silencio. Una indiferencia pasada por un interés vago que nada significa. Muecas. Palmadas al vacío que tiene forma de hombro o de cabeza salpicada de cabellos largos. Relatos irreprochables que dan cuenta de situaciones similares. No hay singularidad: somos hombres medios hasta en la desgracia. Medibles hasta en la catástrofe. La queja no vale, te dicen, quejarse no funciona. Si te quejas me esfuerzo más, parece la sentencia. Apoyo falaz, cooperación tapabocas, mentadas sin sustancia, es lo que obtienes cuando pensabas que era compañía. Pero ella no existe.
El mundo fue configurado para ti y para los que no son como tú. No esperes entenderlos: no te entienden. No los acompañes: no saben qué es eso. Sin esfuerzos: es sembrar en tierra ajena. Ellos confunden compañía con competencia. El equilibrio sano de los mundos diversos con el diente por diente. Llegas, entre risas y lágrimas anticipadas por conocidas, a la conclusión de que ustedes, desde donde están, permanecerán quietos e indiferentes. Si el corazón puede andar sin compañía, bien puedes ser el alma sin rey.
lunes, 6 de octubre de 2014
Ruidos en silencio
El silencio de las paredes vecinas vaticina el fin del día. Frente al estante repleto de libros busca uno para llevarlo con él a la cama. El hombre que duerme solo jamás va sin compañía a su destino. Busca a un aliado invariablemente.
Pese a los años andados, este silencio es nuevo. Provoca en el engranaje de su mente ruidos aislados que le recuerdan todo: Las voces intermitentes y jóvenes de los estudiantes; la chillona mueca de disgusto del anciano desconocido y hallado a cada rato; el insolente murmullo de los otros vueltos nada por su indiferencia no lograda, pues pese a ella los escucha y casi los siente junto a él; el nítido resuello del hijo ausente que se esparce cual gendarme entre los otros ruidos y sonidos. Es el hombre quien escucha allá en el silencio, mas éste hace nada por oírlo. Le es indiferente. Le importa poco. El silencio desde ahora es la almendra y la cereza, el aderezo agrio, ingrediente básico de las noches luego del trabajo.
La casa, pues, adquiere ese tono cementeril. Suena el viento y los bichos; hacen ruidos los trastes y las moscas; es posible ubicar voces sin dueño y los recuerdos sin futuro; hay una peste indescifrable de murmullos que de entre las cosas sin actividad se genera; cae una bolsa, suena una llave semicerrada, arriba las ventanas se desplazan sin abrirse. Es el tiempo de lo extraño hecho familia luego de unos minutos de convivencia indiferente. Ya no hay miedo. Ya no extrañeza. Ya no.
Estas notas, halladas en medio de la tenebrosa luz despedida del foco del baño abierto y húmedo —vagina amoral que lo contiene y sostiene, que lo deja entrar y luego expulsa— son las del silencio. En el estado de inconsciencia voluntaria, el hombre que duerme solo ha confundido la vigilia y el sueño. Escucha o sueña que escucha. Hace realmente o sueña que produce ruidos. Los ecos que descansan en los resquicios de la casa nada diferentes son de los huecos sin cabello de su mente. Es él y el silencio. Éste y aquél: desvinculados por pertenecerse. La vorágine surrealista se refleja en la cama: deshecha apenas inicia la noche, sin siquiera dormir, sin siquiera saberlo, sin desearlo.
Grita entonces. Alza voces. Sacude las cosas y sopla el polvo. Pierde la sensatez. Quiere hacer su voluntad. No depender ahora de lo que le rodea. Pasa la furia y viene el llanto. Son esos ruidos, se dice casi en silencio, las sombras de los días pasados. De la felicidad.
Pese a los años andados, este silencio es nuevo. Provoca en el engranaje de su mente ruidos aislados que le recuerdan todo: Las voces intermitentes y jóvenes de los estudiantes; la chillona mueca de disgusto del anciano desconocido y hallado a cada rato; el insolente murmullo de los otros vueltos nada por su indiferencia no lograda, pues pese a ella los escucha y casi los siente junto a él; el nítido resuello del hijo ausente que se esparce cual gendarme entre los otros ruidos y sonidos. Es el hombre quien escucha allá en el silencio, mas éste hace nada por oírlo. Le es indiferente. Le importa poco. El silencio desde ahora es la almendra y la cereza, el aderezo agrio, ingrediente básico de las noches luego del trabajo.
La casa, pues, adquiere ese tono cementeril. Suena el viento y los bichos; hacen ruidos los trastes y las moscas; es posible ubicar voces sin dueño y los recuerdos sin futuro; hay una peste indescifrable de murmullos que de entre las cosas sin actividad se genera; cae una bolsa, suena una llave semicerrada, arriba las ventanas se desplazan sin abrirse. Es el tiempo de lo extraño hecho familia luego de unos minutos de convivencia indiferente. Ya no hay miedo. Ya no extrañeza. Ya no.
Estas notas, halladas en medio de la tenebrosa luz despedida del foco del baño abierto y húmedo —vagina amoral que lo contiene y sostiene, que lo deja entrar y luego expulsa— son las del silencio. En el estado de inconsciencia voluntaria, el hombre que duerme solo ha confundido la vigilia y el sueño. Escucha o sueña que escucha. Hace realmente o sueña que produce ruidos. Los ecos que descansan en los resquicios de la casa nada diferentes son de los huecos sin cabello de su mente. Es él y el silencio. Éste y aquél: desvinculados por pertenecerse. La vorágine surrealista se refleja en la cama: deshecha apenas inicia la noche, sin siquiera dormir, sin siquiera saberlo, sin desearlo.
Grita entonces. Alza voces. Sacude las cosas y sopla el polvo. Pierde la sensatez. Quiere hacer su voluntad. No depender ahora de lo que le rodea. Pasa la furia y viene el llanto. Son esos ruidos, se dice casi en silencio, las sombras de los días pasados. De la felicidad.
domingo, 5 de octubre de 2014
Ir hacia atrás
Leo en cierto libro lo siguiente:
"En cualquier caso, no podemos ir hacia atrás, todo lo que hacemos es irreparable, y si uno mira hacia atrás no es la vida lo que ve, sino la muerte". Por alguna extraña razón me estremece este razonamiento. Como si de pronto hallara en otro lo que una vez con temor intenté decirme. Ir hacia atrás fue siempre una fantasía para mí: recomponer, no perder esta vez, decirlo con todas sus palabras, abstenerse, no ejecutarlo, perdonar y ofrecer disculpas, jamás hacerlo. Cuántas veces no quise regresar el tiempo y modificar tal o cual circunstancia. La esperanza de ser mejor se basaba, en gran medida, en una nueva oportunidad pasada del destino, en la que pudiera —por fin— demostrar lo aprendido.
Recuerdo que un tiempo la máquina del tiempo fue una constante en mi imaginario. No al punto de inventarla, pero sí su existencia y eficacia. La deseaba casi como el hecho mismo de estar convencido y convencer a otros de qua había vivido y por tanto crecido y mejorado. Cosa más inútil. Muy en el interior, en lo profundo de mí, tenía la certeza de que la vuelta al pasado no me haría mejor. Que la expectativa debería centrarse en el futuro y las posibles acciones. Las circunstancias, me decía, no cambiarán tanto; el éxito de las buenas consciencias radicaba en prever las reacciones futuras casi inmediatas. En saber actuar o inclinarse por la no acción. El buen silencio.
Lo que miro si volteo hacia atrás es la muerte del que fui y quise dejar de ser. Aquel miserable solitario envuelto en el círculo vicioso de volver sobre los pasos para indagar, sin aprender de ellos, con la obsesión del enfermo de la memoria: el que no olvida. El rencor es el aliento del que mira sistemáticamente para atrás, con ojos mañosos que sólo miran sin ver. Que miran lo hallado y temen buscar entre lo nuevo.
Ir hacia atrás tenía que ver con no dormir. Con agotar las horas noche en la discreta vigilia del que se siente amargo y sin nuevas oportunidades. No dormir: castigo silencioso cuyo objetivo descansaba en componer lo roto o en hallar lo perdido, siempre desde el ala equívoca del tiempo transcurrido. Ahora que, sin ganas como siempre, llego al estado del sueño me espanta la idea de hallarme conmigo mismo, el que fui, el muerto ya, y no reconocerme o ignorarme por seguridad y sanidad. ¡Qué se vaya, que no vuelva!
"En cualquier caso, no podemos ir hacia atrás, todo lo que hacemos es irreparable, y si uno mira hacia atrás no es la vida lo que ve, sino la muerte". Por alguna extraña razón me estremece este razonamiento. Como si de pronto hallara en otro lo que una vez con temor intenté decirme. Ir hacia atrás fue siempre una fantasía para mí: recomponer, no perder esta vez, decirlo con todas sus palabras, abstenerse, no ejecutarlo, perdonar y ofrecer disculpas, jamás hacerlo. Cuántas veces no quise regresar el tiempo y modificar tal o cual circunstancia. La esperanza de ser mejor se basaba, en gran medida, en una nueva oportunidad pasada del destino, en la que pudiera —por fin— demostrar lo aprendido.
Recuerdo que un tiempo la máquina del tiempo fue una constante en mi imaginario. No al punto de inventarla, pero sí su existencia y eficacia. La deseaba casi como el hecho mismo de estar convencido y convencer a otros de qua había vivido y por tanto crecido y mejorado. Cosa más inútil. Muy en el interior, en lo profundo de mí, tenía la certeza de que la vuelta al pasado no me haría mejor. Que la expectativa debería centrarse en el futuro y las posibles acciones. Las circunstancias, me decía, no cambiarán tanto; el éxito de las buenas consciencias radicaba en prever las reacciones futuras casi inmediatas. En saber actuar o inclinarse por la no acción. El buen silencio.
Lo que miro si volteo hacia atrás es la muerte del que fui y quise dejar de ser. Aquel miserable solitario envuelto en el círculo vicioso de volver sobre los pasos para indagar, sin aprender de ellos, con la obsesión del enfermo de la memoria: el que no olvida. El rencor es el aliento del que mira sistemáticamente para atrás, con ojos mañosos que sólo miran sin ver. Que miran lo hallado y temen buscar entre lo nuevo.
Ir hacia atrás tenía que ver con no dormir. Con agotar las horas noche en la discreta vigilia del que se siente amargo y sin nuevas oportunidades. No dormir: castigo silencioso cuyo objetivo descansaba en componer lo roto o en hallar lo perdido, siempre desde el ala equívoca del tiempo transcurrido. Ahora que, sin ganas como siempre, llego al estado del sueño me espanta la idea de hallarme conmigo mismo, el que fui, el muerto ya, y no reconocerme o ignorarme por seguridad y sanidad. ¡Qué se vaya, que no vuelva!
sábado, 4 de octubre de 2014
Pienso dejar la casa
Pienso dejar la casa
abatir el presente delante suyo
No más remodelaciones que griten
luces públicas de la vía
de los seres que sueñan habitarnos
Pienso dejar la casa
puerta del dolor
crucificada por propios y ajenos
los que salen con talones por delante
No más fiesta matutina del almuerzo
Adiós nostálgico sitio del Recuerdo
Pienso dejar la casa
derríbenla expertos
Han muerto
los que fuimos en ella
de ella
dejo la casa
abatir el presente delante suyo
No más remodelaciones que griten
luces públicas de la vía
de los seres que sueñan habitarnos
Pienso dejar la casa
puerta del dolor
crucificada por propios y ajenos
los que salen con talones por delante
No más fiesta matutina del almuerzo
Adiós nostálgico sitio del Recuerdo
Pienso dejar la casa
derríbenla expertos
Han muerto
los que fuimos en ella
de ella
dejo la casa
Hombre que duerme solo
El hombre que duerme solo no sueña. Detiene contra la cama el peso del día entero. Deja caer el cuerpo y cede ante la inclemente furia del deceso pasajero: duerme. Es la noche quien gobierna y dirige. Él cede. Sin voluntad ni aviso de queja, el hombre que duerme solo inicia en silencio un diario. Nadie lo escucha escribir, gritar ideas ciegas y torpes; va por la noche sin dirección; escupe al techo que lo mira como queriendo caer sobre su insomnio loco. Ambos enfrentan sus silencios con silencio mutuo: se miran, pero no escuchan, no hay intercambio de nada. Quien duerme solo y el que lo mira dormir solo. Extraños sin relación.
El hombre que duerme solo no sueña. Espera entre pestañas la primera mañana. Él no pega los ojos. Cede con simpleza.
El hombre que duerme solo no sueña. Espera entre pestañas la primera mañana. Él no pega los ojos. Cede con simpleza.
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