lunes, 14 de septiembre de 2015

Sentimientos de la Nación

Recuerdo con mucha emoción y nostalgia mi primera aparición en público. Fue un acto académico para conmemorar un aniversario de la promulgación de los Sentimientos de la Nación, documento expuesto por José María Morelos y Pavón un 14 de septiembre de 1813.

Por alguna extraña razón, mi profesor de historia, Marcelino, me seleccionó para leer una pequeña semblanza acerca de Morelos. Recuerdo que las biografías no me bastaron, y entonces consulté otras funtes en el biblioteca pública, de la que fui fan durante muchos años. Ahí obtuve datos y acontecimientos, así como interpretaciones de la vida y hechos de quien en ese entonces aún considerábamos un héroe de la Patria. Una fuente espléndida para mí fue la enciclopedia Salvat Historia de México, cuyos 20 tomos mi padre había comprado de alguna forma, y que leía con regularidad. En ella, conocí a grandes maestros, como a don Miguel León-Portilla, con quien me fotografié hace unos años, durante una visita que hizo a la Facultad.

Leí mis líneas en el parque central de la Delegación Xochimilco, frente a su templo principal, la Parroquia de San Bernardino de Siena. Ahí hay una estatua de Morelos que casi nadie pela. Me paré junto a ella, de frente al público. Era un acto oficial, así que había autoridades de la delegación, de la zona escolar y demás tíos. La caminata a paso "normal" desde la secundaria hasta ese sitio había sido agotadora. Caminé solo todo el trayecto. Siempre detrás de los grupos llevados en representación de mi escuela. Siempre detrás de todos, arrastrando los pies, sudando, recordando mi dicción, mis horas frente al espejo con un lápiz entre los dientes, procurando no manchar ni los zapatos lustrados ni el blanco pantalón del uniforme... mucho menos el apellido y la reputación. Era mi oportunidad.

Cuando llegó mi turno, escuché mi nombre por primera vez de forma extraña: El alumno "Tal" de la secundaria "Tal" dirá "talescosas". Mis pasos se hicieron densos. Todo daba vueltas. La distancia que había entre el estrado y yo se multiplicó. La imagen de Morelos se hacía cada vez más grande y más seria. Por fin tomé el micrófono. No inicié al instante. Miré al público, a las autoridades, a los alumnos, el cielo de Xochimilco aún limpio y libre. Inicié.
Mi voz sonaba extraña. No sentía miedo y no había habido necesidad de imginar que estaba solo frente al espejo. Me gustaba la sensación. Me gustaba mi trabajo. Estaba satisfecho con mi investigación, de los movimientos de aceptación que hacían con la cabeza quienes me rodeaban. No tenía computadora y la máquina de escribir no era un elemento esencial en mi vida. Así que había hecho mis notas a mano, con tinta negra en una hoja de cuadro chico tamaño carta, protegida por un folder beige. Ahí estaba, pues, hablando de Morelos como si fuera el más experto, pero seguro de las verdades que relataba.

Al término de mi lectura, llegaron ciertos aplausos. Me quitaron de la mano el micrófono. Saludé de uno por uno a las autoridades, hasta llegar al director de mi secundaria: Anselmo Flores Valderrama: "Bien hijo", sentenció y apoyó sus palabras con unas palmadas duras en mi espalda. Era un viejito patilludo, panzón, con cara de gruñon, de ojos pequeños quien siempre andaba de traje y con voz grave. Supongo que fumaba. Una vez me encontró en la dirección. Me había cortado el dedo índice de la mano izquierda con un cuter en el taller de electricidad. Mi dedo sangraba a chorros. De pronto entró: "¿Cómo sigues? ¿Estás de sangrón? Que alguien lo acompañe a su casa". Siempre tomé esas palabras como un reconocimiento a mi humilde participación en la ceremonia a Morelos.

De regreso a la secundaria, don Anselmo le pidió al profesor Marcelino que me acompañara, supongo que pensaba que alguien con mi talento no podía de nuevo regresar dando pasos alocados en su afán por entrar junto con los demás al edificio antes de que le cerraran la puerta. "Usted se va con él; con calma. Me lo acompaña", le dijo. Me sentí importante. El director daba una instrucción particular: que se me protegiera. De verdad que me sentí importante. En el camino, el profe Marcelino habló de cuanta idiotez pudo. Recuerdo que nada en su plática me pareció interesante. Yo seguía pensando en Morelos.

Qué extraña combinación. Sentimientos de la Nación. México no era una nación aún, y dudo mucho que su población heterogénea compartiera el mismo sentimiento. Quiero suponer que Morelos aglutinó de forma simbólica y a través del lenguaje la sensación de impotencia y el deseo de libertad que existía en su nación, el México colonial de entonces, entre los indígenes y criollos hartos de abusos. Los sentimientos de los oprimidos. Dicen los que saben que Napoleón lo invitó a pelear a su lado. Dicen que tenía por ahí hijo o hijos. Que ni era tan bueno. Esa idea idiota de desmitificar a los héroes que cohesionan e integran a las naciones. Esa rara costumbre de negar el pasado por imperfecto. La vieja costumbre de que lo actual, lo moderno, siempre será mejor. La creencia de que México no necesita héroes.

Por una inexplicable coincidencia, ayer estuve en el Templo del Pocito, ubicado a un costado de la Basílica de Guadalupe, y donde José María Morelos y Pavón oró el 22 de diciembre de 1815, de camino ya hacia Ecatepec donde sería fusilado. Pinche país.

martes, 8 de septiembre de 2015

Nueva metamorfosis

"Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto".
FK 


No es secreto que he vivido la vida a contrapelo. Entre cuidados externos y descuidos propios. Por convicción, casi siempre; por ideología muchas veces, y por impulso las más lamentables, y de las que sigo sin lamentarme siquiera un pedacito. Desde hace 30 años he vivido un poco como mejor me ha sido posible, otro tanto como me han recomendado, y últimamente harto de los propios límites y correas que me he puesto, digamos en cosas tan simples como la comida.

No me pesan los años ni las experiencias. Por circunstancias extrañas, sigo dirigiendo las decisiones que tienen que ver conmigo como en una especie de ciclos: semestres, años, conmemoraciones, años nuevos y aniversarios de vida. De ninguna etapa me guardo recelo o me tengo por arrepentido. Bebí en su momento. Fumé cuando así lo sentí necesario. Amé si era mi posiblidad hacerlo. Peleé por lo que sentía mío sin que lo fuera. Lloré por perder insignifcancias que en su momento eran un todo maléfico que sin dejarme avanzar me tenía de pie...

Tampoco es secreto que vivo buscando. Que espero. Que tengo un pie siempre sobre la ruta, y el otro siempre en el estribo como para bajarme por fin. Los miedos y las valentías han cambiado, y quizá lo que me queda de la juventud es precisamente la idea de que fue lo que tenía que ser. Soy severo conmigo y con los otros por alguna idea tarada de que siempre se puede dar mejor un paso, sin importar cuán acostumbrados estemos a caminar a ciegas y aun así hacer como que avanzamos. Soy exigente conmigo y con los otros por una especie de respuesta de sorbevivencia en un mundo en el que al camaron se lo lleva la corriente. Creo con firmeza en la capacidad de los seres humanos para inventarse una vida y darle aliento y luego cambiarla por una que no lo tenga: la libertad de elegir. Estoy en contra de la frustración y creo en la valía de la resignación como arma para aprender a vivir cada vez más lento, más quieto, más en silencio, más en soledad, más conmigo mismo. Sin nadie.

No me veo tampoco en otro sitio, con otra vida, con diferentes circunstancias. No lo hago porque sigue en mí la idea de comprender éste que soy, el que me tocó ser, el que es, el que puede dejar de ser. Ambicionar más sería, a estas alturas, una torpeza. Bastante he equilibrado la balanza como para que un sueño sin fundamento la incline a favor de la inercia, de la sucesión, del azar, del destino colectivo. Soy un hacedor de mi existencia desde que recuerdo. Por necesidades insospechadas, he tenido que caerme. Nadie me dijo morirás, pero escuché todo el tiempo que  la vida no sería sin la muerte.

Sin embargo, a veces me canso de dormir solo. De rumiar entre las sábanas las pesadillas hermanas de las mañanas de esperanza. Pero a veces también deseo matar y resarsir el hilo de la ilusión primera, aquella que dijo un día que todo sería mejor si aprendía a levantarme. Algunas noches, quizá las últimas, antes de entrar a la cama con la certeza de que mañana podré por fin terminar de decirle a alguien algo con sentido, me miro al espejo y veo tiempo en mí. Percibo el aroma de la edad. No soy más sabio ni más templado ni mucho menos más racional. Pero sí más viejo. No soy más tolerante ni más maduro ni más negativo. Pero sí más viejo. Sé que lo soy porque me pone triste la muerte del día; porque el domingo por las tardes es ahora más nostálgico que antes; porque cuando todos duermen en casa y yo salgo como entre sueños a deambular los cuartos quiero despertar las cosas y que me digan lo que saben, que relaten para mí los días de mi ausencia; porque de tarde en tarde, cuando me despido, en silencio espero volver a ver a todos. Por el drama diario a la hora de vivir.

Quiero decir que experimento mi nueva metamorfosis. Asisto a mi nuevo cambio de piel. Redacto con tropiezos los primeros rayos de mi nueva etapa. No tiene nombre, no hay aún tipología, no tiene siquiera un rostro. Es tan sólo la punta del mástil que se asoma entre otros muchos mástiles. Es tan siquiera una hora de silencio en que nada me conforta. Una rabia por vivir y una viejísima llamada que ha viajado desde el futuro por mí hasta este instante. Es mi "ahoraque". Pero también es la razón de muchos de mis malestares físicos, anímicos, psicológicos, sentimentales; y la causante de varias de mis emociones intelectuales, académicas, sociales, económicas, racionales, filosóficas. Es un "ahoraque" con tintes de ultimatum, de urgencia, de desespero, de esperanza, de capacidad para lograrlo, de intensa sensación de vida. 

Digo, entonces, que experimento mi vida. Que vivo la segunda metamorfosis. Sin duelo ni llanto; sin ensoñaciones ni cursilerias; sin venganzas ni extravíos; sin olvidos ni recuerdos que me enfermen la memoria. Sin sueños intranquilos. A la Gregorio Samsa, pero en versión azul.








lunes, 8 de junio de 2015

Resabio número 1

Pensamientos alrededor tuyo. Nada elegante; se sabe. Pero pienso en ti. Irrelevante, quizá, y chistoso. Pero lo hago. Ridículo, digo todas las veces en que me descubro en la misma actitud, con la misma sensación: es ridículo. No se trata, en defensa propia, de una tontería más. Ya no hay tiempo para eso. Sino de una nostalgia o extrañeza por lo ajeno. Por lo que no es tenido. No lo tienes. No tendrás. Es de alguien o no.

Quién sabe si lo ha experimentado. No porque sea algo exclusivo de unos pocos cuantos, sino porque seguramente es más racional y de caracter adaptado. Cuánta tontería, a final de cuentas, ¿no? Algo tan simple como una emoción, o un pensamiento, o un estado psicológico, incluso una frustración, puede volverse tan complejo a la hora de externarse. Cuando se materializa visual o de forma sonora; al querer justificar su existencia pública, pues si pervive en la memoria, o en el silencio, o entre los tiempos muertos de la mente ociosa, luce con tanto poder, es tan inmensa y descarnada la felicidad que crece y crece, como chopo de agua, hasta desbordarse y, entonces, sucede lo que lees. Lo escrito.

Pienso en ti y divago con idiotas palabras que justifiquen algo vacuo de entrada y sin sentido: Pensar en aquello que te ignora o desconoce. En alguien para quien no existes más. ¿Ves?: tan ridículo como interesante, ¿eh? Pero sólo si has leído hasta este punto. Pienso, quiza sólo quede decir. Pienso. 

***

Ver la fotografía ya no es encontrarse; dejar en el aire la tempestad del ánimo capaz de desatar la tormenta melancólica de los primeros tiempos sin nombre. No. Ya no es esa invitación tosca, irritante, a la evaluación de daños y al control de recuerdos; la eterna auditoría de reacciones fisiológicas, enfermeras de urgencias capaces de contener la compulsión de ser sueño, y la nada grata sonambulez del entresueño, la batalla campal de la vigilia. Ya no es la dicha por lo perdido ni la alegría por las no decepciones casi aseguradas. No.

Ahora es una invitación al sitio de razón; a la negación recatada, al contraste: la nada y el futuro. 

Las imágenes son una especie de carrusel sin principio ni fin. Son telaraña armoniosa construida en un punto y luego hecha unidad sin contraste. Esta noche, mientras se escriba que se piensa en ti, y la fotografía no es más la sombra de un eco profundo de nostalgia, es posible dejar en claro una verdad: la ambiguedad de las memoria. 

Ni regocijo ni llanto. Las imágeneso son sólo esta fila finita de finas fintas finales: ensayos brutos sin personajes ocupantes; asientos vacíos de un transporte descontinuado; burdos chistes entre la maleza urbana de los razonamientos temporales. Todo es imagen abstracta que de cabeza entra en lugar de salir; se congela, se eleva, se distrae o se destruye. Y entonces sucede.

***

El mundo se ha reducido. Es tan poco ahora. Dice que puede medirse en horas, y que pronto sólo se hará en minutos. Parece fantástico pensar que una buena noche será la última; que no habrá más, que todo habrá sido anulado de la memoria y del aliento. De la piel. Así han sucedido los días y parece que los años. Así llegó el primer envejecimiento: con la convicción del final cercano, a la vuelta de la almohada: todo pasará.

Digo que es cierto que se reduce porque recorrerlo es ahora más sencillo. Entre alarma y alarma del despertador de obrero, es posible ir de un extremo al otro para abarcarlo, para recorrer sus calles negras y sus ruinas explendorosas aun en medio de lo in-visible. Inquieta descubrir sus otrora múltiples simbolismos atrincherados por las esquinas. Cada mañana es más larga y el mundo más diminuto. Pronto el sueño será etéreo y las resoncias del tiempo no tendrán cabida ni para la suerte loca del que huye a lo onírico. Habrás desaparecido.

***

Resulta irónico que el orden de la escritura altere, confunda y cree una especie de falsa verdad lejana de la mentira. Escribí pensamientos alrededor tuyo y hubo quien entendió pienso en ti. Dije ver fotografías y pudo leerse –me pasó a mí– veo impresiones en las que apareces. Anoté el mundo desaparece y nadie pudo (quién sabe cuánto lo intentó, además) comprender que estaba por despertar. La falsedad de la escritura, su endeble orden, su simpleza lineal y cronológica no funcionan del todo como para hablar de instantes atemporables, inexistentes y simultáneos. 

Si quiero decir que todo ha sido un solo segundo de fugaz recordatorio no podré ni será cierto más.

miércoles, 11 de febrero de 2015

"La Lechuga"




Le decíamos "La Lechuga" por la forma en cómo acomodaba sus lacios y lampiños cabellos detrás de su mollera. La pobre padecía de fealdad, y con su mal gusto dejaba en claro que se sentía no sólo orgullosa, sino que, además, disfrutaba asustando a los compañeros de oficina (yo incluiría a todo ser viviente sensible y con el mínimo de sentido de la estética y el bien lucir). "La Lechuga" era una mujer simple; sin gota de gracia, sin cualidad mínima rescatable que pudiera entrar en esta ficción, sin cuidado o preocupación por el mundo que le rodeaba. Su taconeo cada cinco pasos denotaba una lesión en alguna de sus rodillas provocada por la idiota idea de subir escaleras para tener nalga, chamarro y estilo. Los tacones eran su fantasía bovariana y Europa significaba para ella su escaparate natural: a la King Kong, el monstruo incivilizado y extravagante que desde las alturas de un edificio de primer mundo dominaría a quienes lo temían y aborrecían (agreguemos con franco agandalle) por horrendo. 

En esas circunstancias, a “La Lechuga” le daba lo mismo chingar que pasar desapercibida. Aunque los que la trataron de cerca, cuando se atreven a hablar de ella, aseguran que le gustaba más chingar. Y sabía hacerlo; así que quizá sea cierto. En momentos estratégicos, soltaba la carcajada; en otros, aparecía por tu lugar y a salto de mata te abrazaba o saludaba de beso; muchas veces pude escuchar su toconeo, amenazante siempre, cerca de mi “potrero”. Chingada como estaba desde el día en que vio luz artificial en aquel hospitalito público donde la parieron, vestía mal, calzaba peor y sus intentos por decorar su rostro con diversos accesorios, como anteojos, pupilentes, pestañas, extensiones, maquillaje o demás, la mostraban como una criatura malvada y contestataria ante la belleza natural del cuerpo humano. Por eso reía como hiena. Temo decir que por eso, también, era amiga de muchos; a todos quería; de todos tenía los números telefónicos, y a todos agregaba como amigos en las redes sociales. 

Ella deseaba estar presente en la vida de todos para compartirles su desgracia, para cargar con alguno (una alma piadosa) los estragos de su fealdad, el peso de lo horrible, que gracias a ella misma se ajustaba a la definición de grotesco (De forma antinatural o muy extravagante; de aspecto o modales desagradables o repulsivos). “La Lechuga” anhelaba que alguien más experimentara la amargura de estar con ella; de tener que soportarse, de tener que lidiar con su falsa sonrisa que denotaba emociones encontradas. Por eso sus citas y compromisos se superponían en una lista casi interminable: desayunos, comidas, cumpleaños, festejos, viajes, acompañamientos, tardeadas, caminatas, excursiones, actos sociales intrascendentes donde la estrella era “La Lechuga” por el simple hecho de aparecer y arruinarlo todo, por desentonar. “El agua que cae en el pulque”, decían las últimas veces que la vieron en público. Después, nada. Ni rastro de “La Lechuga”. Perdió todo y todo se fue a la basura: sus pertenencias materiales y sus posesiones sentimentales. 

Hoy el licenciado Horacio, encargado del archivo muerto, dijo haberla visto. No fue específico ni mucho menos. Por el contrario: Se limitó a contarnos el chisme entre metáforas estúpidas y simples. ¿Cómo era? Más o menos así: “¿Han visto lo que les pasa a la lechugas feas que nadie compra en los tianguis? ¿Cómo terminan de huacal en huacal, arrumbadas, deshojadas, magulladas, medio podridas o incluso incompletas? Cansado el marchante de que no se venda, de plano la tira pa’la chingada. Ahí la deja, ¡chingadera! Rueda, va y viene dentro de la caja de su camioneta. Hasta que es olvidada, y un día, entre descuido y mala leche, la dejan caer y algún cabrón desconsiderado le pasa la rueda por encima y la parte y la deja pior que mierda…”. Creo que nadie comprendió del todo ni su relato ni su absurda forma de construirlo. Pero todos, sin excepción, nos compadecimos por los miserables del infierno a quienes “La Lechuga” ahora chinga por chingar.



lunes, 13 de octubre de 2014

Lecturas de fin de semana

El fin de semana es de lecturas descontroladas. A las 8 am del sábado el ruido inconfundible del periódico al caer en el centro del patio te sorprende casi despierto del todo. Puedes imaginar el trayecto: de norte a sur, el motoconductor avanza con  determinación. Los años de entregas al mismo domicilio le aseguran la certeza y el tino: sin detener su marcha, con la fuerza propulsora que trae consigo, envuelto en esa ráfaga fría que le rodea desde que muy temprano sale de su base, con unas ganas raras de cumplir con su misión arroja de derecha a izquierda por encima del inmenso zaguán —tal y como se le indicó— la bolsa de plástico transparente que contiene el diario extranjero e internacional. Cae. El ruido hace eco debajo de los autos estacionados; penetra las puertas y ventanas dejando su onda expansiva en determinados objetos que bailan levemente; sube por los escalones dispares sin tropezar, es liviano su paso y silencioso su recorrido (gran contradicción); empuja con sigilo la puerta, tu puerta, llega a ti y se abraza como el hijo ido y vuelto luego de la larga ausencia involuntaria. Soy yo, dice. Sientes sus pies fríos, su aliento de centavo, la mano huesuda que descansa en tu hombro descubierto, la mirada inquisidora. 

Es de mañana te dices. Y la primera preocupación será si podrás leer de corrido. Si habrá interrupciones de nuevo. Si la tecnología será de nuevo el Judas que vive junto a ti. La primera impresión de la mañana es que el día es corto, lleno de todo lo que no te interesa; ausente de espacios y de porvenires; copia de la copia: lugar sin paraíso. Desde hace mucho que las lecturas de fin de semana son la odisea más compleja que tienes que sortear. Puedes leer demasiado o padecer inanición, sequía, deshidratación. Es complejo y fácil (esas dualidades que matan). La mañana ha avanzado y decides ir a buscar algo que leer: revista, libro, diario, dispositivo portátil, copias, exámenes, la lista puede incluir instructivos y reversos de artículos de baño. Lo que sea con tal de contrarrestar la imagen nocturna de anoche. No quieres pensar en ella.

Dice el diario que los hombres han acabado con los hombres. Que la muerte es un dato más en medio de los datos: no tiene importancia. Que la humanidad y su raciocinio lo han invadido todo: la naturaleza, el espacio, lo abstracto, la irrealidad. ¿Lo dice el diario o el libro ése, el importado? ¿También es ahí donde se habla de Jünger?: "El mundo nihilista es en su esencia un mundo que se reduce cada vez más, lo que necesariamente coincide con el movimiento hacia el punto cero". El hombre en su reducción. Quizá lo leíste en la revista, entre los anuncios de moda y de estilo; entre los artículos de psicología práctica: "El comportamiento perfeccionista, cualidad muchas veces vanagloriada en las entrevistas de trabajo, es el resultado de una perfección no vista en uno mismo; uno no se acepta como es y va por el mundo pregonando el deber ser". Pinches perfeccionistas. Unas cuantas vueltas por el cuarto de lectura y ya has cogido otra cosa. Se trata de no estar con nadie. Mucho menos contigo. ¿Por qué has soñado eso? ¿De dónde su imagen de fragilidad? ¿Esa sensación?

Por la noche nada es diferente. Sólo deseas que mañana el día avancé sin contratiempos, si visitas, sin ruidos del pasado. Buscarás, lo sabes, en la lectura siguiente algo que te mueva, que te cimbre de verdad. Mucho has viajado entre libros y mentes ajenas como para que te seduzca la primera gran supuesta impresión. La creación de novatos y los intentos seniles nada pueden contra ti. El domingo leerás desde las 7. El diario llega más temprano por alguna extra razón. No habrá ritual. Te encontrará de pie, en silencio profano, pensando en la visión ésa: la frágil mujer a la que en sueños proteges de extraños —¿vecinos acaso?—, quienes tratan de romper su castillo de metal, penetrar a su vida, poseerla. Romper sus gafas. La verás entonces: es ella: es su cabello, son sus formas, es su mano diestra. ¿Pero quién es? ¿Existe, te preguntarás de nuevo? Y esta vez no querrás huir entre lecturas de fin de semana. En ese mismo entre sueño buscarás la respuesta, un rostro, un nombre, algo que te diga dónde o por qué inició todo. Ya no querrás misterios ni símbolos ni interpretaciones psicoanalíticas: no es tu madre, no es tu casera, no es tu jefa, no es mujer conocida, no. No te bastará con leer y tener por ello la latente esperanza de hallarla impresa: chica de reportaje, mujer de anuncio, señora de profesión singular, estudiante imperfecta por inocente que ha ganado el premio de creación... Avanzarás al vacío sin notar que la mañana de sol deslumbrante te cobija. Ve por tu respuesta.

jueves, 9 de octubre de 2014

El mundo es de los troncos

Llega por fin la noche.
Hace dos días, muy de madrugada, justo al salir de casa, notaste que la nochebuena había sido derribada por el vendaval nocturno. El ambiente en el jardín era definitivamente mortuorio. Recostada sobre una de sus ramas más gruesas y copeteada de flores, yacía con los últimos alientos bañados de alborada la miserable nochebuena. Nadie sabe por lo que pasó mientras a capa y espada el viento y la lluvia azotaban el zaguán frágil de su cuerpo; tocaron con insistencia, hasta derribarlo. Delante tuyo, aún tibia, parece conservar la sonrisa del día anterior, la de la foto tomada sin siquiera predecir, ni de broma, el futuro, la del domingo. Es la misma y no. Está y no. La tienes y no. La escena se agudiza por el subido tono rojo de los pétalos; por el contraste natural de la luz artificial y su cuerpo inerte. 

Extrañado, la muerte no es para ti más que la extraña de siempre que nunca deja de serlo, la rodeas en silencio. Pretendes saber si aún puede decir algo, si aún hay algo qué hacer, si se puede lo que sea. Pero la oscuridad que la cubre no es menor a tu miedo que todo te imposibilita. Miras e inspeccionas. Reconoces el olor a muerto y el del miedo. Éste es el tuyo. Recuerdas otros cuerpos, otras muertes, tu cuerpo, tu casi muerte. Fuiste —¿hace cuánto?— nochebuenahumano, la camilla tu piso de concreto y tus extremidades inútiles los pétalos coloridos muertos ya. Ahí has estado. Sabes lo que es. Nadie puede contarte, te dices mientras quieres recobrarte, recogerte del espacio sin tiempo al que has caído bañado de recuerdos. Ése pudiste ser.
Es curioso que la muerte trágica de algo casi ajeno te vuelva al segundo punto de tu inicio. Tu punto. El abandono y la tragedia se acompañan para rematar a un ser indefenso cuyo error ha sido existir en el sitio menos iluminado de fortuna. Hay una sensación de rencor en la escena que presencias. El limón, dotado de madurez de tallo a frutos, está quieto, de pie, bonachón, fresco. Vivo. Ha perdido ciertos elementos, pero nada con lo que no pueda. A su edad, las tormentas y los vientos y los climas secos son ya parte del anecdotario. Es viejo, vivido, jorobado y despreocupado por lo hecho o lo olvidado, lo pendiente dejado y perdido. Él gobierna. ¿Pero la nochebuena...? Su tallo esbelto y su altura adolescente en nada le sirvieron: todo lo contrario. ¿Pero y tú?

No hay reglas que dicten la forma más justa de padecer. Lo bello cae y lo demás sobra. El sufrimiento carece hasta de un instructivo que le diga dónde o cuándo o con quién manifestarse. Aparece y se está; no se aburre gracias a que es buen cazador y actúa en el momento exacto. Si fueras más objetivo, seguro aplaudirías su teatralización y admirarías su desvelo, lo limpio de su trabajo. No hay, concluyes, aún en cuclillas frente a lo que calificas de desgracia injusta, motivos para un desastre así. El limón ha picado con sus espinas e invadido el jardín; sus altas ramas ensombrecen en las tardes de invierno; su aroma impregna a otras flores y es corrosivo, invasor, conquistador. ¿Pero la nochebuena...? Su quietud y esperanza te contagiaban tan sólo de mirarla, te alegraban, te sentías vivo y lleno de color. ¿Pero y tú?

De pie, en posición de alabanza mítica, dices adiós. Nada puedes hacer. El mundo es de los troncos que han sabido resistir tempestades y aguijonazos del cielo. Ese limón orgulloso, por ejemplo. ¿Y la nochebuena? ¿Y tú?









miércoles, 8 de octubre de 2014

Ventajas

Tiene, sin importar lo que digas, sus ventajas. A todas luces habías olvidado el parloteo de tus propias ideas; el de tus sentimientos depresivos de los atardeceres entre seis y siete de la noche. Los días eran una inyección apócrifa de felicidad disimulada. Al final, perecías como siempre. En honor a la verdad, no está del todo errado pasar un poco de tiempo contigo mismo. Respirar tu aire y originar tu propio espacio: el hueco más extraño te recibe sin aviso mientras lees a contrapelo y sin orden. Eres a ratos el ave enjaulada que afila el pico con natural indiferencia por el mundo. Que se chinguen. Agua, semillas y la opacidad irremediable de tu propia sombra. A donde va la sigues; de donde vienes ha surgido; si te detienes baja sobre ti para hacer de polo magnético. Te equilibra. Eres, ahora lo sabes, pájaro nocturno que en las olas del repaso del día sucedido te enojas de la nada para decir basta, aquí me bajo. Sigue sin mí por hoy.

Aceptas pasar la noche solo contigo. Tú nomás. No hay voces ni ruidos ni sonidillos extraños que ahora notas justo por su ausencia. Es el tiempo para ti. Y aunque no sabes siquiera cómo administrarlo, eres consciente de que la extrañeza es la antesala a la cotidianidad. Eres tu propio ocio. El disfrute de tus ratos entre sábanas blandas recién puestas. En otras palabras: Eres tu peor desconocido. Vivir tu espacio y ser tu tiempo aún es ajeno y casi un melodrama. Mírate temeroso de espejos y de reflejos; ausente entre los pasos cortos entre tu cama el baño; indiferente a tu necesidad básica de saciar el sueño natural de tu cuerpo adolorido.

Si algo temes, es pasar el tiempo contigo mismo. Lo que realmente ignoras es hacer el tiempo contigo mismo. Eres tu enemigo en casa. El peor de los consejos. Arma mortal. Bastión de suicidas. Destructivo.

Tiene sus ventajas: Sin importar lo que digas.
   

Sentimientos de la Nación

Recuerdo con mucha emoción y nostalgia mi primera aparición en público. Fue un acto académico para conmemorar un aniversario de la promul...