lunes, 14 de septiembre de 2015

Sentimientos de la Nación

Recuerdo con mucha emoción y nostalgia mi primera aparición en público. Fue un acto académico para conmemorar un aniversario de la promulgación de los Sentimientos de la Nación, documento expuesto por José María Morelos y Pavón un 14 de septiembre de 1813.

Por alguna extraña razón, mi profesor de historia, Marcelino, me seleccionó para leer una pequeña semblanza acerca de Morelos. Recuerdo que las biografías no me bastaron, y entonces consulté otras funtes en el biblioteca pública, de la que fui fan durante muchos años. Ahí obtuve datos y acontecimientos, así como interpretaciones de la vida y hechos de quien en ese entonces aún considerábamos un héroe de la Patria. Una fuente espléndida para mí fue la enciclopedia Salvat Historia de México, cuyos 20 tomos mi padre había comprado de alguna forma, y que leía con regularidad. En ella, conocí a grandes maestros, como a don Miguel León-Portilla, con quien me fotografié hace unos años, durante una visita que hizo a la Facultad.

Leí mis líneas en el parque central de la Delegación Xochimilco, frente a su templo principal, la Parroquia de San Bernardino de Siena. Ahí hay una estatua de Morelos que casi nadie pela. Me paré junto a ella, de frente al público. Era un acto oficial, así que había autoridades de la delegación, de la zona escolar y demás tíos. La caminata a paso "normal" desde la secundaria hasta ese sitio había sido agotadora. Caminé solo todo el trayecto. Siempre detrás de los grupos llevados en representación de mi escuela. Siempre detrás de todos, arrastrando los pies, sudando, recordando mi dicción, mis horas frente al espejo con un lápiz entre los dientes, procurando no manchar ni los zapatos lustrados ni el blanco pantalón del uniforme... mucho menos el apellido y la reputación. Era mi oportunidad.

Cuando llegó mi turno, escuché mi nombre por primera vez de forma extraña: El alumno "Tal" de la secundaria "Tal" dirá "talescosas". Mis pasos se hicieron densos. Todo daba vueltas. La distancia que había entre el estrado y yo se multiplicó. La imagen de Morelos se hacía cada vez más grande y más seria. Por fin tomé el micrófono. No inicié al instante. Miré al público, a las autoridades, a los alumnos, el cielo de Xochimilco aún limpio y libre. Inicié.
Mi voz sonaba extraña. No sentía miedo y no había habido necesidad de imginar que estaba solo frente al espejo. Me gustaba la sensación. Me gustaba mi trabajo. Estaba satisfecho con mi investigación, de los movimientos de aceptación que hacían con la cabeza quienes me rodeaban. No tenía computadora y la máquina de escribir no era un elemento esencial en mi vida. Así que había hecho mis notas a mano, con tinta negra en una hoja de cuadro chico tamaño carta, protegida por un folder beige. Ahí estaba, pues, hablando de Morelos como si fuera el más experto, pero seguro de las verdades que relataba.

Al término de mi lectura, llegaron ciertos aplausos. Me quitaron de la mano el micrófono. Saludé de uno por uno a las autoridades, hasta llegar al director de mi secundaria: Anselmo Flores Valderrama: "Bien hijo", sentenció y apoyó sus palabras con unas palmadas duras en mi espalda. Era un viejito patilludo, panzón, con cara de gruñon, de ojos pequeños quien siempre andaba de traje y con voz grave. Supongo que fumaba. Una vez me encontró en la dirección. Me había cortado el dedo índice de la mano izquierda con un cuter en el taller de electricidad. Mi dedo sangraba a chorros. De pronto entró: "¿Cómo sigues? ¿Estás de sangrón? Que alguien lo acompañe a su casa". Siempre tomé esas palabras como un reconocimiento a mi humilde participación en la ceremonia a Morelos.

De regreso a la secundaria, don Anselmo le pidió al profesor Marcelino que me acompañara, supongo que pensaba que alguien con mi talento no podía de nuevo regresar dando pasos alocados en su afán por entrar junto con los demás al edificio antes de que le cerraran la puerta. "Usted se va con él; con calma. Me lo acompaña", le dijo. Me sentí importante. El director daba una instrucción particular: que se me protegiera. De verdad que me sentí importante. En el camino, el profe Marcelino habló de cuanta idiotez pudo. Recuerdo que nada en su plática me pareció interesante. Yo seguía pensando en Morelos.

Qué extraña combinación. Sentimientos de la Nación. México no era una nación aún, y dudo mucho que su población heterogénea compartiera el mismo sentimiento. Quiero suponer que Morelos aglutinó de forma simbólica y a través del lenguaje la sensación de impotencia y el deseo de libertad que existía en su nación, el México colonial de entonces, entre los indígenes y criollos hartos de abusos. Los sentimientos de los oprimidos. Dicen los que saben que Napoleón lo invitó a pelear a su lado. Dicen que tenía por ahí hijo o hijos. Que ni era tan bueno. Esa idea idiota de desmitificar a los héroes que cohesionan e integran a las naciones. Esa rara costumbre de negar el pasado por imperfecto. La vieja costumbre de que lo actual, lo moderno, siempre será mejor. La creencia de que México no necesita héroes.

Por una inexplicable coincidencia, ayer estuve en el Templo del Pocito, ubicado a un costado de la Basílica de Guadalupe, y donde José María Morelos y Pavón oró el 22 de diciembre de 1815, de camino ya hacia Ecatepec donde sería fusilado. Pinche país.

martes, 8 de septiembre de 2015

Nueva metamorfosis

"Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto".
FK 


No es secreto que he vivido la vida a contrapelo. Entre cuidados externos y descuidos propios. Por convicción, casi siempre; por ideología muchas veces, y por impulso las más lamentables, y de las que sigo sin lamentarme siquiera un pedacito. Desde hace 30 años he vivido un poco como mejor me ha sido posible, otro tanto como me han recomendado, y últimamente harto de los propios límites y correas que me he puesto, digamos en cosas tan simples como la comida.

No me pesan los años ni las experiencias. Por circunstancias extrañas, sigo dirigiendo las decisiones que tienen que ver conmigo como en una especie de ciclos: semestres, años, conmemoraciones, años nuevos y aniversarios de vida. De ninguna etapa me guardo recelo o me tengo por arrepentido. Bebí en su momento. Fumé cuando así lo sentí necesario. Amé si era mi posiblidad hacerlo. Peleé por lo que sentía mío sin que lo fuera. Lloré por perder insignifcancias que en su momento eran un todo maléfico que sin dejarme avanzar me tenía de pie...

Tampoco es secreto que vivo buscando. Que espero. Que tengo un pie siempre sobre la ruta, y el otro siempre en el estribo como para bajarme por fin. Los miedos y las valentías han cambiado, y quizá lo que me queda de la juventud es precisamente la idea de que fue lo que tenía que ser. Soy severo conmigo y con los otros por alguna idea tarada de que siempre se puede dar mejor un paso, sin importar cuán acostumbrados estemos a caminar a ciegas y aun así hacer como que avanzamos. Soy exigente conmigo y con los otros por una especie de respuesta de sorbevivencia en un mundo en el que al camaron se lo lleva la corriente. Creo con firmeza en la capacidad de los seres humanos para inventarse una vida y darle aliento y luego cambiarla por una que no lo tenga: la libertad de elegir. Estoy en contra de la frustración y creo en la valía de la resignación como arma para aprender a vivir cada vez más lento, más quieto, más en silencio, más en soledad, más conmigo mismo. Sin nadie.

No me veo tampoco en otro sitio, con otra vida, con diferentes circunstancias. No lo hago porque sigue en mí la idea de comprender éste que soy, el que me tocó ser, el que es, el que puede dejar de ser. Ambicionar más sería, a estas alturas, una torpeza. Bastante he equilibrado la balanza como para que un sueño sin fundamento la incline a favor de la inercia, de la sucesión, del azar, del destino colectivo. Soy un hacedor de mi existencia desde que recuerdo. Por necesidades insospechadas, he tenido que caerme. Nadie me dijo morirás, pero escuché todo el tiempo que  la vida no sería sin la muerte.

Sin embargo, a veces me canso de dormir solo. De rumiar entre las sábanas las pesadillas hermanas de las mañanas de esperanza. Pero a veces también deseo matar y resarsir el hilo de la ilusión primera, aquella que dijo un día que todo sería mejor si aprendía a levantarme. Algunas noches, quizá las últimas, antes de entrar a la cama con la certeza de que mañana podré por fin terminar de decirle a alguien algo con sentido, me miro al espejo y veo tiempo en mí. Percibo el aroma de la edad. No soy más sabio ni más templado ni mucho menos más racional. Pero sí más viejo. No soy más tolerante ni más maduro ni más negativo. Pero sí más viejo. Sé que lo soy porque me pone triste la muerte del día; porque el domingo por las tardes es ahora más nostálgico que antes; porque cuando todos duermen en casa y yo salgo como entre sueños a deambular los cuartos quiero despertar las cosas y que me digan lo que saben, que relaten para mí los días de mi ausencia; porque de tarde en tarde, cuando me despido, en silencio espero volver a ver a todos. Por el drama diario a la hora de vivir.

Quiero decir que experimento mi nueva metamorfosis. Asisto a mi nuevo cambio de piel. Redacto con tropiezos los primeros rayos de mi nueva etapa. No tiene nombre, no hay aún tipología, no tiene siquiera un rostro. Es tan sólo la punta del mástil que se asoma entre otros muchos mástiles. Es tan siquiera una hora de silencio en que nada me conforta. Una rabia por vivir y una viejísima llamada que ha viajado desde el futuro por mí hasta este instante. Es mi "ahoraque". Pero también es la razón de muchos de mis malestares físicos, anímicos, psicológicos, sentimentales; y la causante de varias de mis emociones intelectuales, académicas, sociales, económicas, racionales, filosóficas. Es un "ahoraque" con tintes de ultimatum, de urgencia, de desespero, de esperanza, de capacidad para lograrlo, de intensa sensación de vida. 

Digo, entonces, que experimento mi vida. Que vivo la segunda metamorfosis. Sin duelo ni llanto; sin ensoñaciones ni cursilerias; sin venganzas ni extravíos; sin olvidos ni recuerdos que me enfermen la memoria. Sin sueños intranquilos. A la Gregorio Samsa, pero en versión azul.








lunes, 8 de junio de 2015

Resabio número 1

Pensamientos alrededor tuyo. Nada elegante; se sabe. Pero pienso en ti. Irrelevante, quizá, y chistoso. Pero lo hago. Ridículo, digo todas las veces en que me descubro en la misma actitud, con la misma sensación: es ridículo. No se trata, en defensa propia, de una tontería más. Ya no hay tiempo para eso. Sino de una nostalgia o extrañeza por lo ajeno. Por lo que no es tenido. No lo tienes. No tendrás. Es de alguien o no.

Quién sabe si lo ha experimentado. No porque sea algo exclusivo de unos pocos cuantos, sino porque seguramente es más racional y de caracter adaptado. Cuánta tontería, a final de cuentas, ¿no? Algo tan simple como una emoción, o un pensamiento, o un estado psicológico, incluso una frustración, puede volverse tan complejo a la hora de externarse. Cuando se materializa visual o de forma sonora; al querer justificar su existencia pública, pues si pervive en la memoria, o en el silencio, o entre los tiempos muertos de la mente ociosa, luce con tanto poder, es tan inmensa y descarnada la felicidad que crece y crece, como chopo de agua, hasta desbordarse y, entonces, sucede lo que lees. Lo escrito.

Pienso en ti y divago con idiotas palabras que justifiquen algo vacuo de entrada y sin sentido: Pensar en aquello que te ignora o desconoce. En alguien para quien no existes más. ¿Ves?: tan ridículo como interesante, ¿eh? Pero sólo si has leído hasta este punto. Pienso, quiza sólo quede decir. Pienso. 

***

Ver la fotografía ya no es encontrarse; dejar en el aire la tempestad del ánimo capaz de desatar la tormenta melancólica de los primeros tiempos sin nombre. No. Ya no es esa invitación tosca, irritante, a la evaluación de daños y al control de recuerdos; la eterna auditoría de reacciones fisiológicas, enfermeras de urgencias capaces de contener la compulsión de ser sueño, y la nada grata sonambulez del entresueño, la batalla campal de la vigilia. Ya no es la dicha por lo perdido ni la alegría por las no decepciones casi aseguradas. No.

Ahora es una invitación al sitio de razón; a la negación recatada, al contraste: la nada y el futuro. 

Las imágenes son una especie de carrusel sin principio ni fin. Son telaraña armoniosa construida en un punto y luego hecha unidad sin contraste. Esta noche, mientras se escriba que se piensa en ti, y la fotografía no es más la sombra de un eco profundo de nostalgia, es posible dejar en claro una verdad: la ambiguedad de las memoria. 

Ni regocijo ni llanto. Las imágeneso son sólo esta fila finita de finas fintas finales: ensayos brutos sin personajes ocupantes; asientos vacíos de un transporte descontinuado; burdos chistes entre la maleza urbana de los razonamientos temporales. Todo es imagen abstracta que de cabeza entra en lugar de salir; se congela, se eleva, se distrae o se destruye. Y entonces sucede.

***

El mundo se ha reducido. Es tan poco ahora. Dice que puede medirse en horas, y que pronto sólo se hará en minutos. Parece fantástico pensar que una buena noche será la última; que no habrá más, que todo habrá sido anulado de la memoria y del aliento. De la piel. Así han sucedido los días y parece que los años. Así llegó el primer envejecimiento: con la convicción del final cercano, a la vuelta de la almohada: todo pasará.

Digo que es cierto que se reduce porque recorrerlo es ahora más sencillo. Entre alarma y alarma del despertador de obrero, es posible ir de un extremo al otro para abarcarlo, para recorrer sus calles negras y sus ruinas explendorosas aun en medio de lo in-visible. Inquieta descubrir sus otrora múltiples simbolismos atrincherados por las esquinas. Cada mañana es más larga y el mundo más diminuto. Pronto el sueño será etéreo y las resoncias del tiempo no tendrán cabida ni para la suerte loca del que huye a lo onírico. Habrás desaparecido.

***

Resulta irónico que el orden de la escritura altere, confunda y cree una especie de falsa verdad lejana de la mentira. Escribí pensamientos alrededor tuyo y hubo quien entendió pienso en ti. Dije ver fotografías y pudo leerse –me pasó a mí– veo impresiones en las que apareces. Anoté el mundo desaparece y nadie pudo (quién sabe cuánto lo intentó, además) comprender que estaba por despertar. La falsedad de la escritura, su endeble orden, su simpleza lineal y cronológica no funcionan del todo como para hablar de instantes atemporables, inexistentes y simultáneos. 

Si quiero decir que todo ha sido un solo segundo de fugaz recordatorio no podré ni será cierto más.

miércoles, 11 de febrero de 2015

"La Lechuga"




Le decíamos "La Lechuga" por la forma en cómo acomodaba sus lacios y lampiños cabellos detrás de su mollera. La pobre padecía de fealdad, y con su mal gusto dejaba en claro que se sentía no sólo orgullosa, sino que, además, disfrutaba asustando a los compañeros de oficina (yo incluiría a todo ser viviente sensible y con el mínimo de sentido de la estética y el bien lucir). "La Lechuga" era una mujer simple; sin gota de gracia, sin cualidad mínima rescatable que pudiera entrar en esta ficción, sin cuidado o preocupación por el mundo que le rodeaba. Su taconeo cada cinco pasos denotaba una lesión en alguna de sus rodillas provocada por la idiota idea de subir escaleras para tener nalga, chamarro y estilo. Los tacones eran su fantasía bovariana y Europa significaba para ella su escaparate natural: a la King Kong, el monstruo incivilizado y extravagante que desde las alturas de un edificio de primer mundo dominaría a quienes lo temían y aborrecían (agreguemos con franco agandalle) por horrendo. 

En esas circunstancias, a “La Lechuga” le daba lo mismo chingar que pasar desapercibida. Aunque los que la trataron de cerca, cuando se atreven a hablar de ella, aseguran que le gustaba más chingar. Y sabía hacerlo; así que quizá sea cierto. En momentos estratégicos, soltaba la carcajada; en otros, aparecía por tu lugar y a salto de mata te abrazaba o saludaba de beso; muchas veces pude escuchar su toconeo, amenazante siempre, cerca de mi “potrero”. Chingada como estaba desde el día en que vio luz artificial en aquel hospitalito público donde la parieron, vestía mal, calzaba peor y sus intentos por decorar su rostro con diversos accesorios, como anteojos, pupilentes, pestañas, extensiones, maquillaje o demás, la mostraban como una criatura malvada y contestataria ante la belleza natural del cuerpo humano. Por eso reía como hiena. Temo decir que por eso, también, era amiga de muchos; a todos quería; de todos tenía los números telefónicos, y a todos agregaba como amigos en las redes sociales. 

Ella deseaba estar presente en la vida de todos para compartirles su desgracia, para cargar con alguno (una alma piadosa) los estragos de su fealdad, el peso de lo horrible, que gracias a ella misma se ajustaba a la definición de grotesco (De forma antinatural o muy extravagante; de aspecto o modales desagradables o repulsivos). “La Lechuga” anhelaba que alguien más experimentara la amargura de estar con ella; de tener que soportarse, de tener que lidiar con su falsa sonrisa que denotaba emociones encontradas. Por eso sus citas y compromisos se superponían en una lista casi interminable: desayunos, comidas, cumpleaños, festejos, viajes, acompañamientos, tardeadas, caminatas, excursiones, actos sociales intrascendentes donde la estrella era “La Lechuga” por el simple hecho de aparecer y arruinarlo todo, por desentonar. “El agua que cae en el pulque”, decían las últimas veces que la vieron en público. Después, nada. Ni rastro de “La Lechuga”. Perdió todo y todo se fue a la basura: sus pertenencias materiales y sus posesiones sentimentales. 

Hoy el licenciado Horacio, encargado del archivo muerto, dijo haberla visto. No fue específico ni mucho menos. Por el contrario: Se limitó a contarnos el chisme entre metáforas estúpidas y simples. ¿Cómo era? Más o menos así: “¿Han visto lo que les pasa a la lechugas feas que nadie compra en los tianguis? ¿Cómo terminan de huacal en huacal, arrumbadas, deshojadas, magulladas, medio podridas o incluso incompletas? Cansado el marchante de que no se venda, de plano la tira pa’la chingada. Ahí la deja, ¡chingadera! Rueda, va y viene dentro de la caja de su camioneta. Hasta que es olvidada, y un día, entre descuido y mala leche, la dejan caer y algún cabrón desconsiderado le pasa la rueda por encima y la parte y la deja pior que mierda…”. Creo que nadie comprendió del todo ni su relato ni su absurda forma de construirlo. Pero todos, sin excepción, nos compadecimos por los miserables del infierno a quienes “La Lechuga” ahora chinga por chingar.



Sentimientos de la Nación

Recuerdo con mucha emoción y nostalgia mi primera aparición en público. Fue un acto académico para conmemorar un aniversario de la promul...