Le decíamos "La Lechuga" por la
forma en cómo acomodaba sus lacios y lampiños cabellos detrás de su mollera. La
pobre padecía de fealdad, y con su mal gusto dejaba en claro que se sentía no
sólo orgullosa, sino que, además, disfrutaba asustando a los compañeros de
oficina (yo incluiría a todo ser viviente sensible y con el mínimo de sentido
de la estética y el bien lucir). "La Lechuga" era una mujer simple;
sin gota de gracia, sin cualidad mínima rescatable que pudiera entrar en esta
ficción, sin cuidado o preocupación por el mundo que le rodeaba. Su taconeo
cada cinco pasos denotaba una lesión en alguna de sus rodillas provocada por la
idiota idea de subir escaleras para tener nalga, chamarro y estilo. Los tacones
eran su fantasía bovariana y Europa significaba para ella su escaparate
natural: a la King Kong, el monstruo incivilizado y extravagante que desde las
alturas de un edificio de primer mundo dominaría a quienes lo temían y
aborrecían (agreguemos con franco agandalle) por horrendo.
En esas
circunstancias, a “La Lechuga” le daba lo mismo chingar que pasar
desapercibida. Aunque los que la trataron de cerca, cuando se atreven a hablar
de ella, aseguran que le gustaba más chingar. Y sabía hacerlo; así que quizá
sea cierto. En momentos estratégicos, soltaba la carcajada; en otros, aparecía
por tu lugar y a salto de mata te abrazaba o saludaba de beso; muchas veces
pude escuchar su toconeo, amenazante siempre, cerca de mi “potrero”. Chingada
como estaba desde el día en que vio luz artificial en aquel hospitalito público
donde la parieron, vestía mal, calzaba peor y sus intentos por decorar su
rostro con diversos accesorios, como anteojos, pupilentes, pestañas,
extensiones, maquillaje o demás, la mostraban como una criatura malvada y
contestataria ante la belleza natural del cuerpo humano. Por eso reía como
hiena. Temo decir que por eso, también, era amiga de muchos; a todos quería; de
todos tenía los números telefónicos, y a todos agregaba como amigos en las
redes sociales.
Ella deseaba estar presente en la vida de todos para compartirles
su desgracia, para cargar con alguno (una alma piadosa) los estragos de su
fealdad, el peso de lo horrible, que gracias a ella misma se ajustaba a la
definición de grotesco (De forma antinatural o muy extravagante; de aspecto o
modales desagradables o repulsivos). “La Lechuga” anhelaba que alguien más
experimentara la amargura de estar con ella; de tener que soportarse, de tener
que lidiar con su falsa sonrisa que denotaba emociones encontradas. Por eso sus
citas y compromisos se superponían en una lista casi interminable: desayunos,
comidas, cumpleaños, festejos, viajes, acompañamientos, tardeadas, caminatas,
excursiones, actos sociales intrascendentes donde la estrella era “La Lechuga”
por el simple hecho de aparecer y arruinarlo todo, por desentonar. “El agua que
cae en el pulque”, decían las últimas veces que la vieron en público. Después,
nada. Ni rastro de “La Lechuga”. Perdió todo y todo se fue a la basura: sus
pertenencias materiales y sus posesiones sentimentales.
Hoy el licenciado Horacio, encargado del archivo muerto, dijo haberla
visto. No fue específico ni mucho menos. Por el contrario: Se limitó a contarnos
el chisme entre metáforas estúpidas y simples. ¿Cómo era? Más o menos así:
“¿Han visto lo que les pasa a la lechugas feas que nadie compra en los tianguis?
¿Cómo terminan de huacal en huacal, arrumbadas, deshojadas, magulladas, medio
podridas o incluso incompletas? Cansado el marchante de que no se venda, de
plano la tira pa’la chingada. Ahí la deja, ¡chingadera! Rueda, va y viene
dentro de la caja de su camioneta. Hasta que es olvidada, y un día, entre descuido
y mala leche, la dejan caer y algún cabrón desconsiderado le pasa la rueda por
encima y la parte y la deja pior que mierda…”. Creo que nadie comprendió del
todo ni su relato ni su absurda forma de construirlo. Pero todos, sin
excepción, nos compadecimos por los miserables del infierno a quienes “La
Lechuga” ahora chinga por chingar.