miércoles, 11 de febrero de 2015

"La Lechuga"




Le decíamos "La Lechuga" por la forma en cómo acomodaba sus lacios y lampiños cabellos detrás de su mollera. La pobre padecía de fealdad, y con su mal gusto dejaba en claro que se sentía no sólo orgullosa, sino que, además, disfrutaba asustando a los compañeros de oficina (yo incluiría a todo ser viviente sensible y con el mínimo de sentido de la estética y el bien lucir). "La Lechuga" era una mujer simple; sin gota de gracia, sin cualidad mínima rescatable que pudiera entrar en esta ficción, sin cuidado o preocupación por el mundo que le rodeaba. Su taconeo cada cinco pasos denotaba una lesión en alguna de sus rodillas provocada por la idiota idea de subir escaleras para tener nalga, chamarro y estilo. Los tacones eran su fantasía bovariana y Europa significaba para ella su escaparate natural: a la King Kong, el monstruo incivilizado y extravagante que desde las alturas de un edificio de primer mundo dominaría a quienes lo temían y aborrecían (agreguemos con franco agandalle) por horrendo. 

En esas circunstancias, a “La Lechuga” le daba lo mismo chingar que pasar desapercibida. Aunque los que la trataron de cerca, cuando se atreven a hablar de ella, aseguran que le gustaba más chingar. Y sabía hacerlo; así que quizá sea cierto. En momentos estratégicos, soltaba la carcajada; en otros, aparecía por tu lugar y a salto de mata te abrazaba o saludaba de beso; muchas veces pude escuchar su toconeo, amenazante siempre, cerca de mi “potrero”. Chingada como estaba desde el día en que vio luz artificial en aquel hospitalito público donde la parieron, vestía mal, calzaba peor y sus intentos por decorar su rostro con diversos accesorios, como anteojos, pupilentes, pestañas, extensiones, maquillaje o demás, la mostraban como una criatura malvada y contestataria ante la belleza natural del cuerpo humano. Por eso reía como hiena. Temo decir que por eso, también, era amiga de muchos; a todos quería; de todos tenía los números telefónicos, y a todos agregaba como amigos en las redes sociales. 

Ella deseaba estar presente en la vida de todos para compartirles su desgracia, para cargar con alguno (una alma piadosa) los estragos de su fealdad, el peso de lo horrible, que gracias a ella misma se ajustaba a la definición de grotesco (De forma antinatural o muy extravagante; de aspecto o modales desagradables o repulsivos). “La Lechuga” anhelaba que alguien más experimentara la amargura de estar con ella; de tener que soportarse, de tener que lidiar con su falsa sonrisa que denotaba emociones encontradas. Por eso sus citas y compromisos se superponían en una lista casi interminable: desayunos, comidas, cumpleaños, festejos, viajes, acompañamientos, tardeadas, caminatas, excursiones, actos sociales intrascendentes donde la estrella era “La Lechuga” por el simple hecho de aparecer y arruinarlo todo, por desentonar. “El agua que cae en el pulque”, decían las últimas veces que la vieron en público. Después, nada. Ni rastro de “La Lechuga”. Perdió todo y todo se fue a la basura: sus pertenencias materiales y sus posesiones sentimentales. 

Hoy el licenciado Horacio, encargado del archivo muerto, dijo haberla visto. No fue específico ni mucho menos. Por el contrario: Se limitó a contarnos el chisme entre metáforas estúpidas y simples. ¿Cómo era? Más o menos así: “¿Han visto lo que les pasa a la lechugas feas que nadie compra en los tianguis? ¿Cómo terminan de huacal en huacal, arrumbadas, deshojadas, magulladas, medio podridas o incluso incompletas? Cansado el marchante de que no se venda, de plano la tira pa’la chingada. Ahí la deja, ¡chingadera! Rueda, va y viene dentro de la caja de su camioneta. Hasta que es olvidada, y un día, entre descuido y mala leche, la dejan caer y algún cabrón desconsiderado le pasa la rueda por encima y la parte y la deja pior que mierda…”. Creo que nadie comprendió del todo ni su relato ni su absurda forma de construirlo. Pero todos, sin excepción, nos compadecimos por los miserables del infierno a quienes “La Lechuga” ahora chinga por chingar.



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